Gabriela Martí nos sumerge en un mundo
muy reducido y no por ello simple, donde los personajes principales
que se sitúan como eje principal de su relato se reducen a dos.
Fin nos sorprende de principio a fin o
quizás mas convenientemente al contrario, de fin a principio. Su
temporalidad discurre al contrario de las agujas del reloj, pero eso
no limita que el relato se desarrolle de una forma lineal y
creciente. Las pautas para comprender el relato se nos van
descubriendo al ritmo de una música creada específicamente para el
cortometraje por Jesse Selegut. Los vibrantes sonidos crean una
atmósfera de intranquilidad que se refuerza con la miradas no
justificadas de algunos viandantes que se cruzan en el paseo,
aparentemente usual, de una hija con su madre senil. Los planos
detalles y primeros planos consiguen con sutileza que nos
introduzcamos de una forma más comprometida a la historia. También
los espacios juegan un papel fundamental en la misma, ya que los
lugares elegidos como el parque suponen un intrincado geométrico que
nos transmite la dificultad de hacer un juicio acertado sobre la
forma de actuar de los personajes.
Quizás el toque diferenciador que
consigue calificar a Fin como corto experimental sea su discurrir
inverso que consigue efectos realmente curiosos que capturan al
espectador. Pero quizás su gran triunfo es una historia con puntos
de inflexión dentro de su mutismo que consiguen sorprender y hacer
reflexionar al espectador. La muerte, la dependencia, la moralidad
son fuente de debate tras el visionado de esta obra que puede que nos
deje desubicados en un primer momento, pero sin duda no indiferentes.